Viaje Tierra del Fuego
- Enero 2001
Día 1: Desde Buenos Aires hasta Pedro
Luro (810 km.)
Cruzar la Provincia de Buenos Aires en auto no es demasiado aventuroso,
pero siempre hay algo que comentar. Uno de las sorpresas fue hallar que
la laguna de Monte estaba atestada de hermosos Cisne Cuello Negro. Más
al sur, tomado un “atajo” que bordea Olavarría y pasa por Cnel.
Pringles, observamos bandadas inmensas compuestas por centenares (o miles)
de cuervillos. Una lagunita en la zona de Pringles estaba habitada exclusivamente
por Chajás, tal vez un centenar. Lo triste fue descubrir que una
laguna conocida por la abundancia y variedad de patos estaba totalmente
seca, a tal punto que solamente pudimos ubicar el lugar preciso cuando
hicimos el camino de vuelta.
Aún más al sur se comienzan a divisar las hermosas Sierras
de la Ventana. Divisibles desde lejos, sus suaves laderas exponen el intenso
amarillo de los girasoles en flor, alternando con parcelas de vegetación
natural que han logrado sobrevivir al arado gracias a las mayores pendientes
y la existencia de abundante rocas.
Por suerte el auto tenía aire acondicionado, pues ese día
el calor fue insoportable. A las 4 de la tarde nos detuvimos un rato en
un parque próximo a Dique de Piedra para descansar un momento. El
lugar es un descampado forestado, pero para llegar a la sombra del pinar
hay que salir de la ruta e internarse por una senda de tierra apenas transitable.
Allí las avispas y otros insectos invaden el auto. Cuando uno sale
del auto en ropa y calzado liviano - lo más recomendable para disfrutar
este tramo del viaje - los pastos secos, altos y filosos dificultan el
andar. Mientras que si uno sale con medias y pantalón, los abrojos
aprovechan muy bien la oportunidad para dispersarse por otras latitudes.
Al abrir la puerta del auto nos sorprende el calor aplastante, y dudamos
en salir. Tanto calor hacía que casi renuncié a recorrer
en busca de aves, mientras el sol seguía calentando el aire todavía
más. En eso aparecen dos señoras muy, pero muy mayores. Habían
llegado en su auto propio y salieron a caminar. Me preguntaba qué
hacían aquí… Cuando nos cruzamos, nos dijeron solamente estas
palabras: “Como hacía tanto calor en Bahía Blanca, nos vinimos
al fresco…” ¡Aquí hacía apenas 37 o 38 grados!
En estos pequeños descansos los minutos vuelan, sobre todo si
uno ha visto algo moverse entre las ramas. ¿Tal vez una especie
nueva?. La oportunidad de observarla por primera vez es inminente… - pero
no se dio. Oyendo los cantos, me di cuenta que, aquí, el del chingolo
es diferente que en Buenos Aires. Veamos: en vez del característico
“tu tui tiu - tiririri” que todos los porteños deberíamos
reconocer, aquí, con exagerada lentitud provinciana y casi en cámara
lenta, dice: “siiiiiiiii… - siu - siu - chi chi chi chi chi”. Por algo
los taxónomos han identificado seis razas de esta especie en la
Argentina.
Y tras despejar las avispitas del auto, partimos, mientras el aire fresco
de la refrigeración nos recompone. Pasamos la ciudad de Bahía
Blanca y luego, cuando giramos hacia el sur para continuar por la Ruta
3 a Pedro Luro, observamos en el tablero del auto la indicación
de la temperatura exterior: ¡40 grados a las 17hs! No parecía
afectar a los vistosísmos Pechos Colorados que se posaban en los
alambrados. ¿O eran Loicas Pampeanas? Tan raras hoy - pero tan parecidas…
Una hora más tarde llegamos finalmente al primer lugar de pernocte:
el “Descanso Ceferiniano de Pedro Luro”. Este sitio de gran interés
tiene una capilla muy atractiva donde descansan los restos de San Ceferino
Namuncurá, Santo araucano. En un edificio vecino funciona una suerte
de hotel perteneciente a la obra de Don Bosco, y que sirve de base para
retiros espirituales. Fuera de temporada queda abierto al viajante como
lugar práctico, cómodo y seguro donde pernoctar. Pero nuestro
día no terminaba aún, puesto que esperábamos la llegada
de Rosemary, una residente de la zona, también apasionada por las
aves. Apenas habíamos descargado todo, llegó mi amiga, y
nos embarcamos en dos vehículos para visitar la Laguna Salada, ubicada
a unos kilómetros de allí.
Esa tarde la laguna presentaba una extraña fisonomía:
un incendio en el oeste interceptaba algunos rayos solares, creando una
enorme mancha de diversos tonos de naranja, rosado y sepia, mientras que
el resto del cielo seguía aún celeste. Salimos con Rosemary
por un sendero que bordea el lago. Aquí el camino era un tesoro
de vegetación natural, donde abundaban los arbolitos de Chañar,
enmarañados con gran variedad de especies arbustivas, como Piquillin,
Jarilla y Alpataco, casi todas pinchudas. Pero si uno se animaba a cortar
algunas de las diminutas hojas y oler sus perfumes, quedaba sorprendido:
estas ramas secas y casi ponzoñosas entregaban diversos y exquisitos
aromas. Estábamos en el bosque seco, o xerófilo, también
conocido - ya por pocos - como el “espinal”, aquella gran columna vertebral
boscosa que alguna vez recorría todo el oeste de la provincia de
Buenos Aires y otras provincias, y del cual quedan ahora apenas relictos.
Inmerso en este lote de plantas nativas tan particulares, uno no puede
esperar otra cosa que aparezca la fauna, también nativa y particular,
que lo habita. Así que descontábamos poder observar al menos
algunas de las aves específicas que vinimos a buscar.
Primero apareció el Cortarramas, con su pechera color ladrillo
más vistosa de la que luce durante el invierno, cuando visita Buenos
Aires. Se anunció con su característico “zzzzzzzzzz”, que
se imita fácilmente con un peine y un palillo, pero se asemeja
más al ruido de la ténebre puerta crujiente que podemos escuchar
al comienzo del video “Thriller”, de Michael Jackson.
Pusimos a prueba nuestro pasacassettes portátil, emitiendo las
voces grabadas de otras especies. Y no tardaron en aparecer, desafiantes
ante el insulto que significaban nuestras grabaciones. ¡Valla uno
a saber que les fuimos a decir! A pesar que las grabaciones fueron registradas
en otras provincias (¿les estábamos hablando en cordobés?)
parecía que los dialectos eran entendibles. A estas aves también
les estaba llegando la globalización…
Apagamos el grabador, puesto que ya se habían acercado mucho,
y no queríamos alterarlas más. Allí estaba el Gallito
Copetón, quién no cesó de vocalizar durante toda nuestra
estadía. Era la primera vez que lo veíamos, posado en las
ramas de un cercano Chañar y vestido en su traje elegante y pintón.
Luego apareció una hermosa Calandrita. Delicada y frágil,
y con larga cola, a saltitos se desplazaba impune entre esos arbustos repletos
de pinches amenazantes que apuntaban hacia todas las direcciones posibles.
¿Acaso puede una bailarina hacer el “pas-de-deux“ entre enormes
rollos desplegados de alambre de púa, sin causarse heridas?
Nos acercamos al borde de la laguna donde observamos todo tipo de aves
acuáticas: rosados flamencos, patos flotantes, y las siluetas negras
de gallaretas en número abundante. Recuerdo el extraño y
mágico efecto de colores que reflejaba la superficie del agua: en
esa tarde tranquila y calurosa, el fino oleaje de la laguna fusionaba los
índigos y azules del cielo oscuro del atardecer que se presentaba
por delante, con los tonos áureos y cobrizos producidos por el distante
fuego en grandes extensiones de campo a nuestras espaldas.
Reflexioné sobre otros hechos que sucedieron en esos 45 minutos
que tardamos en recorrer aquel pequeño enclave: ¿Cuántas
hectáreas de bosquecillos iguales o mejores que éste se consumieron
ante las llamas? ¿Cuántos nidos ardieron, cuantas lagartijas,
larvas y líquenes cesaron de existir? ¿Cuantas flores, ramas
y añosos troncos se convirtieron en cenizas? ¿Podrá
resurgir allí la vegetación nativa, o, como tantas veces
ocurre, el ganado consumirá los futuros rebrotes, dando su golpe
de gracia a nuestro agonizante espinal?
La luz solar filtrado por el humo iluminaba todo de sepia
Muy agradecidos por su predisposición, su gran conocimiento y
agradable compañía, nos despedimos de Rosemary y partimos
hacia nuestras respectivas direcciones. Cenamos en la habitación,
apenas algunos bocados que habían sobrevivido al almuerzo. Ya era
de noche. Abrimos la ventana para que entre algo de aire fresco a la habitación.
Vimos el poniente aún levemente teñido de sepia por los incendios,
y escuchamos las espaciadas estridencias de una gran Lechuza de Campanario
que custodiaba el estacionamiento del “Ceferiniano”. Nos fuimos a dormir.
“¡Tjj-jjt!” recordaba, cada tanto, la lechuza…
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