Sábado 21 de Julio de 2000 a las 8:45 El viaje empezó realmente cuando el micro contratado zarpó de la parada en San Isidro. Pero para nosotros, mi hijo Nicolás y yo, había comenzado mucho, mucho antes: cuando escuchamos por primera vez acerca de las selvas del noroeste, las "Yungas", y cuando oímos sobre la extraña avifauna de las alturas puneñas. Hace años que soñábamos con visitar esos destinos tan extremos. Deseábamos un día poder llegar... El viaje se había confirmado pocos días antes de la fecha de salida, así que el tiempo para hacer los preparativos fue corto, pero en definitiva, habíamos llegado a la parada antes que el micro, y eso era lo importante. Sin embargo, faltaba hacer un repaso serio de la avifauna, lo cual nos hubiera permitido aprovechado aún más el viaje. Así que el aprendizaje lo haríamos en vivo, durante la semana que duraría la excursión. ¡Una semana de grandes descubrimientos! Y a medida que se acercaba la fecha, encandilados por la perspectiva de conocer los imperdibles destinos que proponía este "safari", dejamos volar la imaginación en un deleite virtual, anticipando las muchas especies que veríamos. En nuestros sueños materializábamos las aves más raras y presentíamos encuentros cercanos con Jaguares y serpientes venenosas... Cargamos el equipo necesario en las bauleras del ómnibus, ocupamos nuestro lugar, y el micro comenzó a rodar por la Ruta Panamericana, saliendo de la gran urbe de Buenos Aires en dirección hacia el noroeste. Dejaba atrás por una semana a mi esposa y dos hijas, a quienes no les atraía realizar esta expedición en campamento, que amenazaba ser algo incómoda y cansadora. Pero la perspectiva de conocer nuevas áreas naturales, su flora, su fauna - y en especial sus aves - permitió que Nicolás y yo nos decidiéramos a afrontar esas supuestas incomodidades de unos días en carpa. La intensa pasión que sentimos por nuestro hobby nos permitiría desafiar eventuales inconvenientes sin chillar. En el micro éramos unas 30 personas, incluyendo los safaristas, 2 guías, cocineros y choferes. El grupo era de lo más heterogéneo y de diversas edades, pero la mayoría compartía el mismo interés por la flora y fauna, así que la convivencia armónica estaba garantizada. Los guías eran ni más ni menos que el biólogo Germán Pugnali y el naturalista y fotógrafo Hernán Rodríguez Goñi. Conocía ya a algunos de los safaristas, en particular a Zully, Diego, Kini, Fede - esta vuelta acompañado de su hermano - y a Federico, quien estrenaba su nueva filamdora de video; con ellos había compartido el viaje a Misiones en Julio de 1999. Siendo mi primer viaje al noroeste tuve que aprender el itinerario: Panamericana hasta Rosario, luego un largo tramo por la Ruta Nacional 34, atravesando en diagonal a las provincias de Santa Fe y Santiago del Estero, siempre hacia el noroeste. A partir de Santiago tomaríamos rumbo al norte, pasando por Tucumán, Salta y finalmente entrando en la provincia de Jujuy. Serían aproximadamente 1.650 km a cubrir en 22 horas de viaje y me llevaría por 4 provincias que no conocía. Mientras el micro avanzaba por la interminable Ruta 34, en aparente movimiento perpetuo, los pasajeros pasamos el tiempo leyendo un instructivo sobre las selvas que conoceríamos a partir de mañana. En 3 oportunidades nos detuvimos para abastecernos de refrescos. Almorzamos y cenamos en los típicos paradores ruteros, a veces repletos de viajeros, a veces desiertos, pero siempre con la pantalla de un televisor a la vista. No advertí entonces que sería la última vez que vería la "caja boba" por el lapso de una semana. Cruzábamos la provincia de Santa Fe cuando observé algo interesante al costado del camino: entre la ruta y el alambrado del ferrocarril, que corría paralelo a ésta, se disponía una franja de tierras sin uso de más de 50 metros de ancho. Su longitud era infinita, por que se extendía todo a lo largo de la ruta. Esta franja era el espacio que la concesionaria de mantenimiento del camino había, evidentemente, decidido utilizar para demostrar su alto nivel de servicio en el cuidado del pavimento. Así, la franja había caído víctima de un prolijo desmalezamiento, que segaba toda especie vegetal que osaba superar la altura de las cuchillas cortadoras. Daba pena ver tanto espacio que podría estar volcado a facilitar la supervivencia de la flora y fauna nativa, que mal puede subsistir en potreros arados y cultivados. Había un elemento de contraste más que evidente: del otro lado de la franja convertida en césped, paralelo a la ruta, corría el ferrocarril. Y en el espacio entre los alambrados que demarcaban las vías, crecía la más increíble variedad de vegetación silvestre: arbustos, arbolitos, cactus y palmeras. Y posadas sobre ellas se observaban aves muy particulares de estos bosquecitos, tan "chaqueños". El ferrocarril conformaba entonces un angosto "corredor verde". No costaría nada ensancharlo, dejando que la vegetación invada parte de la mencionada franja. ¡Que oportunidad pierde la concesionaria de anunciar prácticas que cuidan al medio ambiente y favorecen la supervivencia de nuestras especies autóctonas! En algunas extensiones había fuego en los bosquecitos nativos. He oído que hay gente que quema estos arboles para "fabricar" carbón. ¿Plantarán nuevos ejemplares para compensar las pérdidas? ¡Claro que no! ¿Ésta práctica está permitida? Dudosamente... ¿De aquí a 5 años quedará algún árbol en pié para que les permita subsistir con la misma actividad? ¡Seguro que no! En otra parte del recorrido, próximo a la frontera con la provincia de Santiago del Estero, una enorme laguna extendída a ambos lados del camino brindó todo tipo de aves acuáticas. Al oscurecer vimos un par de videos y más tarde nos detuvimos para cenar en un parador en las afueras de Santiago del Estero. Luego algunos durmieron, y otros, entre los que me incluyo, no. A eso de las 2 de la mañana pasábamos la extensa ciudad de Tucumán, y mi insomnio me llevó a acercarme al frente del micro. El chofer me invitó gentilmente a ocupar la butaca del copiloto. Desde allí observé pasar la versión nocturna de una gran ciudad que desconocía por completo. Pero, en un momento, y a pesar de la oscuridad, advertí que mirando hacia el oeste no se divisaba horizonte, sino una gran cadena montañosa de dimensiones descomunales. ¡Éstas eran montañas altas, muy altas! Eran parte de la Cordillera de los Andes. ¡Al fin nos encontrábamos de nuevo! La masa montañosa era oscura, y sobre lo alto de los cerros se advertía una fina cadena de luces que parecía una cinta de perlas brillantes. No resistí la emoción del paisaje nocturno y abandoné la privilegiada butaca para despertar a mi hijo y mostrarle, conmocionado, las alturas. ¡Costó despertarlo! Luego volví a la butaca, y seguí viendo pasar kilómetro tras kilómetro de camino, hasta que al fin sentí sueño. Mi insomnio tenía un motivo. En Buenos Aires había subido al micro convaleciente de una gripe, y quedaba la secuela de una dolor de garganta rebelde, que muy lentamente perdía vigor. Confiaba en que la quietud forzosa que imponía el viaje en micro, sumado al consumo a saturación de pastillas aliviadoras, completaría la cura. Pero, como dice le refrán: "salí de Guatemala y me metí en Guatepeor": en la primera parada del viaje, en San Nicolás, tropecé y me torcí el pie derecho, fuertemente. Comenzó a doler. Durante el resto del trayecto viví aterrorizado por la aparentemente inevitable consecuencia del accidente: ¿Tendré que pasar los próximos días prostrado, sin poder recorrer el Parque Nacional? A fin de contener la inflamación de la articulación, y para bajar el creciente dolor de mi tobillo, en cada una de las siguientes paradas conseguí una bolsita de hielo. Mantuve mi tobillo frío durante toda la noche, colocando trozos de hielo dentro de mi media estirada, la cual funcionaba perfectamente como "bolsita contenedora". A causa de mi ansiedad en apurar la cura, resolví aplicar el frío de la manera más intensiva. Contra toda indicación razonable, desistí de utilizar una bolsita de plástico para contener el agua. Así que alimenté al mencionado "bolsillo" con cubito tras cubito de gélidos bloques, que se derretían y mojaban la media, extendiendo así su poder de refrigeración. El entusiasmo que ponía en mi improvisado método de cura no me permitía reconocer el dolor causado por el extremo frío del hielo tocando "en vivo" contra la piel. Pero con el pasar de las horas noté que el hielo se derretía cada vez más lentamente, lo cual daba cuentas que mi tobillo estaba, creo yo, ¡más frío que el hielo mismo! Gracias a esto, y a unas pastillas desinflamantes adquiridas en una farmacia de turno a las 6:15 de la aún oscura madrugada en la Ciudad General San Martín, Jujuy, permitieron que, al llegar eventualmente al camping, mi pie no doliera más. Tampoco me molestó en absoluto durante el resto del viaje, permitiéndome realizar todas las caminatas. Pero antes debía obtener esas pastillas... Me desperté antes del amanecer, cuando el micro se detuvo en un centro urbano para abastecerse de pan para nuestro primer desayuno en el campamento. Pensé que era mi oportunidad para adquirir un medicamento desinflamante. A una cuadra había una farmacia, pero estaba cerrada. El cartel colocado en la puerta de vidrio daba cuenta de otras 3 farmacias que estaban de turno. Con la ayuda de Germán Pugnali averiguamos que la farmacia abierta más próxima estaba a 6 cuadras. Me aventuré a caminar hasta allí - rengueando, claro. Pero las cuadras eran más largas que lo habitual, y hacía mucho frío. Caminaba con dificultad y estaba tardando mucho en recorrer la distancia prevista, pero por sobre todo, mi tardanza estaba demorando a toda la comitiva. Mi única distracción reconfortante era pensar en los mil y un desquites que se merecía Pugnali por haberme largado a la fria noche a pie, invalido y engripado. En un momento me di cuenta que desconocía el nombre de la ciudad que recorría. ¡Ni siquiera sabía en cual provincia estaba! ¿Encontraré la farmacia? Me invadió una extraña sensación de incredulidad. ¿Qué hacía yo aquí y a esta hora? Faltaba recorrer de la mitad del camino cuando, sorpresivamente, pasé
frente a otra farmacia. ¡Y estaba de turno! Toqué el timbre con insistencia, y finalmente apareció el muchacho que hacía la guardia, evidentemente arrancado de su perezoso sueño. Compré el medicamento que me sugerió (pero sólo después de estudiar cuidadosamente el prospecto, a la luz de una lámpara de mercurio callejera). Rengueando, frío y avergonzado de haber hecho esperar al micro, llegué de vuelta a la comodidad y calor del vehículo pasadas las 6:30, siendo aún de noche. Algunos safaristas estaban despiertos, pero los demás se hacían los dormidos. ¿Por que estoy convencido de ello? Es que nadie se iba a animar a decirme lo que era por demás evidente: la tercera farmacia de turno estaba, ni más ni menos, que al otro lado de la calle, fácilmente visible desde las ventanillas del micro... ¡Pugnali...! |